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HABITADA EN LA SANGRE

Entrevista imaginada

Idania Trujillo/ Centro Memorial Martin Luther King

Nunca me habló de miedos, sobresaltos, desgarraduras. El susto de morir le pertenece como al más simple de los mortales y puede suceder en cualquier momento. No hablamos largo como era mi propósito. Quería indagar más allá de la piel de las palabras, qué se siente cuando se ama tanto la vida y la amenaza de perderla está latente, quería preguntarle por los hijos y la madre, por las amigas y los amigos comunes, por Salvador y el futuro de país que sueña, quería preguntarle tantas cosas pero…

Quedé detenida en el umbral de las preguntas, las que no pudieron ser pero quedaron sembradas en el recuerdo y la plática de aquel día último en el improvisado campamento de La Esperanza, Intibucá, Honduras. Allí me detuve frente al misterio de esta mujer. Lencas sus antepasados, vertieron, sobre su piel y sus ojos ríos profundos de saber y paciencia. «Mi madre me dio a beber esa sabiduría y me siento orgullosa por eso. Quiero un mundo mejor compartido», me dijiste, y un brillo te iluminó la mirada.

« ¡Subamos al camión, compañeras, compañeros! Cheque, cheque».

La lluvia inunda la ciudad. El Sol se oculta detrás de los techos de tejas de las casitas construidas a medio punto entre adobe y rejas. Calles de barro, manchas rojas en los zapatos. «Debí traer mis botas», pienso mientras la camioneta avanza dando saltos, y las risas de los compas que van en la parte trasera nos llena de una alegría contagiosa, sana, profundamente hermosa.

Atrás queda el largo viaje desde Tegucigalpa hasta La Esperanza bordeando curvas, precipicios y angostos caminos entre montañas. Atrás quedan los recuerdos que ahora se mezclan en una confusa marea de olores, colores, sabores, sensaciones diversas que entran por el tacto, la nariz, la boca, los ojos…

La casa de doña Berta está rodeada de verde, plantas ornamentales y medicinales. Su posición es privilegiada y envidiable: se ubica justo al borde de una montaña. Parece una postal de Van Gogh. Por las mañanitas, al salir el Sol, desde el patio se oye el ruido de las aguas de los arroyos cercanos que van a parar a una inmensa poseta natural usada desde tiempos remotos como baño público por los habitantes de esa zona, la mayoría de origen lenca. Doña Berta insistió muchas veces. La invitación era tentadora pero nadie se atrevió a sumergirse en aquella agua helada a hora tan temprana. «Nuestros cuerpos no están preparados para eso, doña», decíamos, evadiendo con elegancia, el susto de pescar una neumonía tan lejos de casa. Allí, abrigados por el cariño, las conversaciones nocturnas, aderezadas con rones, nos quedamos durante siete lunas y siete soles. Lejos estábamos de imaginar que menos de un año después cambiaría de un golpe la vida de nuestras compañeras y compañeros, los mismos que nos acogieron en los días del II Encuentro Hemisférico frente a la Militarización, celebrado en Intibucá, departamento del norte hondureño, en los primeros días del mes de octubre de 2008.

Las imágenes pasan como ráfagas. Todo es confuso. Me parece como si asistiera a una película cuya trama hubiera cambiado el orden de las cosas y todo fuera arbitrario, absurdo. Hay una ruptura del tiempo, del espacio, de la vida, una ruptura contra toda norma; una fractura de emociones, un drama que ya está dejando huellas profundas. La ciega imposición del dogma, el poder y la violencia frente al cambio, la vida, la cultura construidas por los sin nada, desde abajo y desde adentro, como diría el padre, hoy presidente, Fernando Lugo.

Todavía escucho las canciones, los himnos, las consignas, el testimonio desgarrador de un pueblo que lanzaba, desde las entrañas mismas de su historia, este grito: “para callar las armas, hablemos los pueblos”. ¡Qué absurda ironía! Las mismas armas que han querido callar, se les viran en contra.

Por eso, por esa palabra que no te pueden robar, quitar, vilipendiar estás de nuevo batallando, dando la guerra con la razón y la verdad de tus ojos, de tus manos de mujer, de madre, de hija y de compañera. Berta Cáceres está vez no te pude «entrevistar» como hubiera querido, con cuestionario y bloc de notas, grabadora y todo lo que acostumbramos a llevar en nuestro baúl los periodistas. Pero tampoco hizo falta. Tú llegaste sólo unos días a La Habana y recibiste el más hermoso de los regalos: nuestro abrazo. Tu voz y tu verdad —la de los hombres, las mujeres, las ancianas y los ancianos, las chicas y los chicos hondureños que cotidianamente por estos ya más de setenta días se han opuesto al golpe militar en marchas, concentraciones, en una auténtica y tenaz resistencia— se hicieron sentir para todo el continente por Telesur, Radio Habana Cuba, y la prensa escrita y digital.

Por eso, Berta, no hicieron falta las preguntas. Las respuestas estaban allí en tus palabras abiertas, francas. El templo de la Iglesia Bautista Ebenezer de Marianao en La Habana y fue más que un púlpito; perdió el brillo de la solemnidad para compartir el abrazo y la canción, y ofrecerte la casa que siempre tendrá sitio para ti y los tuyos. De momento y mientras hablabas de tu pueblo y de la resistencia, ya no eras Berta Cáceres, la campesina, la indígena, la luchadora social, la feminista, en ese instante quedaste desnuda ante los ojos de Dios y de todos. Eras, eres el nuevo paradigma emancipador. En ese instante eras Honduras, mujer-nación. Entonces comprendí que ahí estaban los imperativos de la herencia, el grito de la rebeldía, la negación de la barbarie, la herencia de tambores batientes que ha de continuar latiendo en la sangre… Lo único que permanece: la resistencia.